viernes, 20 de mayo de 2011

Mi profesión docente, su sentido y significado

Eugenia Araceli Castañeda Caudana
“No fue mi decisión, sólo la única opción, pero le agradezco a mamá y a papá porque fue su mejor imposición: ¡maestra o nada!”
Podría empezar diciendo que tenía esa vocación desde pequeña, pero sería mentira, lo que pasa con las niñas y los niños cuando juegan a ser maestras o maestros es común, debido a que es la profesión inmediata con la que tienen más contacto. Eso pasó conmigo: acuden a mí los recuerdos tan claros, como si no hubiesen transcurrido ya tantos años; por las tardes, después de comer y hacer la tarea corría a mi rincón de juegos e improvisaba un aula de clases: colgaba un pizarrón de lámina en un clavo, colocaba las sillas simulando mesas y volteaba algunas cubetas para que fuesen sillas. Siempre me las ingeniaba para tener gises, cuadernos y libros del ciclo escolar anterior. Si tenía suerte, mi hermano menor jugaba conmigo para representar a uno de mis alumnos; el resto del grupo, eran mis muñecas y muñecos colocados ahí, en lo que pretendían ser las butacas, y en el espacio del supuesto recreo, nos colábamos en la cocina para robar lo que había sobrado de la comida, a fin de que fuera parte de nuestro improvisado refrigerio.
     No recuerdo en qué momento cambié esos juegos por otras inquietudes. Tal vez cuando inicié la adolescencia dejé olvidadas mis muñecas, y empecé a preocuparme por vestirme coqueta y maquillarme para verme un poco mejor.
     Cuando cursaba el tercer grado de secundaria se dio un cambio en la carrera para llegar a ser maestro, a partir de ese año tendría que cursar la preparatoria antes de entrar a la normal. Al encontrarme estudiando el bachillerato pedagógico, la verdad fue que mis inquietudes cambiaron, ya no deseaba ser docente, mi nuevo sueño era ser psicóloga, quizá para hallarle alguna explicación a las cosas injustas que a veces les suceden a las personas en su infancia, y con las que tienen que vivir el resto de sus vidas, como si arrastraran a cuestas una pesada carga. Sin embargo, mis padres daban por hecho que yo sería maestra porque, según ellos, era “mi vocación desde niña”, ¡únicamente por haber dramatizado durante años esa profesión!
     Al finalizar el bachillerato, solicité ficha de educación primaria en el Centro Regional de Educación Normal de Iguala, Guerrero. Cuando llegué a casa me regañaron y, como aún era manipulada principalmente por mi padre, regresé a cambiar mi ficha por la de educación preescolar, porque le tenía miedo. No supe cómo defender mi decisión. Sin embargo, paradójicamente es aquí donde inicia la historia de lo que ahora es mi pasión, y que forma una parte maravillosa de mi vida, un claro ejemplo de que no necesariamente debemos tener “vocación”, sino asumir con responsabilidad lo que nos correspondió hacer, ya sea por decisión o por azares del destino… ¡o porque simplemente así tuvo que ser!
     El amor hacia la profesión como licenciada en educación preescolar, inició en el momento en que al llegar a mi primera asignación en un centro de trabajo conocí a esos niños y niñas de miradas tristes y, otras, alegres, que confiaban en mí. Para ellos y ellas lo que decía era importante. Esos seres que platicaban conmigo y me escuchaban, para quienes era muy especial. Ahí, en ese espacio llamado aula de clases, donde podía tomar decisiones propias acerca de la forma en que iba a desarrollar mi práctica docente… en medio de aquellas circunstancias, surgió un vínculo significativo entre mi profesión y yo.
     Sé que es difícil de creer, quizá esté mal que lo diga, pero estoy convencida que en mi trabajo más que mis conocimientos, tiempo y dedicación, algunas veces he dado también el corazón. Cada generación que veo partir ha dejado recuerdos y aprendizajes importantes. También quiero pensar, que mis enseñanzas han servido como cimientos para los sueños de otros seres humanos. Me he identificado con muchos de esos niños y niñas; al verlos desprotegidos he tratado de ayudarlos en la medida que me ha sido posible, porque me trasladan a los trocitos tristes de mi infancia y, sin saberlo, se han llevado chispas de mi cariño. A pesar que en el recorrido no he dejado de encontrar ciertas dificultades para llevar a cabo el proceso de enseñanza, por la actitud que a veces muestran los padres o madres de familia, o bien, debido a los escasos recursos o pocas posibilidades de las comunidades, que limitan las ideas creativas que se me ocurren frecuentemente, no obstante todo ello, las satisfacciones que he recibido son la mayor recompensa. Sé que podría estar viviendo equivocadamente, muchas veces he recibido críticas por mi dedicación, tal vez exagerada, hacia mi vida profesional, que siempre me ha gustado más que la personal, porque ser maestra me ha permitido ser auténtica: ser yo misma, porque trabajo con pequeños seres excepcionales, que aún no tienen prejuicios ni lastiman, tanto como llegan a hacerlo algunas personas adultas. Y pensando detenidamente reflexiono: después de todo aquí también se aplica la psicología, para tratar y comprender a las pequeñas personitas que están mi cargo año tras año, o para ponerse en el lugar de los padres y madres de familia, que en ocasiones buscan nuestros consejos porque piensan que lo sabemos todo, solamente por ser maestros o maestras. Asimismo, para convivir y mantener relaciones cordiales con el personal de la institución, con quienes aunque a veces no coincidimos en opiniones, debemos mostrar respeto, porque forman parte de nuestra otra familia provisional, al menos durante el tiempo que coincidimos en la trama que se teje día a día, en todo plantel educativo.
     No llegué hasta aquí por decisión propia, no obstante, en el presente sigo firme en la convicción de permanecer en esta profesión, porque es la mejor parte de mí, y ya no importa cómo inició este viaje, hoy agradezco a las circunstancias que me permitieron ¡llegar a ser maestra!

domingo, 15 de mayo de 2011

Ser Maestro

Azael Camiña
Dedicado a esos niños que me llevan de la mano para aprender,
mientras les enseño a escribir sus sueños.
Mil novecientos noventa y seis. Traté de levantarme en medio de la oscuridad; al intentar encender la luz de la habitación, el tacto áspero y frío de la pared de piedra me confirmó que no era un mal sueño. Se trataba de la cruda realidad, misma, que también padecía en el cansancio de mis piernas, que no me permitía olvidar la caminata realizada horas antes a través de la sierra de la región centro del estado de Guerrero. Acababa de iniciar mi servicio en el CONAFE (Consejo Nacional de Fomento Educativo). Me habían asignado a la comunidad de San Vicente Norte, municipio de Heliodoro Castillo. Aquella era la primera vez que salía de casa, sin embargo, la necesidad y las ganas de continuar estudiando me hicieron tomar esa decisión que me marcaría para siempre…
     No puedo decir que aquella experiencia fuera grata en un inicio, muestra de ello es que por ser hombre nunca me fueron a recoger en “bestia”, por tanto, tenía que caminar más de cuatro horas en medio del cerro, con todo y las dificultades que la naturaleza me deparaba: encontrarme con tilcuates, lo mismo que beber del único ojo de agua que había en el camino, por lo que muchas veces ingerí el vital líquido mezclado con orín de las vacas, entre otras situaciones que viví en aquellos escenarios, mudos testigos de mis momentos de desesperanza, cuando deseé “tirar la toalla” y así desistir de aquella osadía de ser maestro, no obstante, tanto mi necesidad como mis ganas eran mayores que los inconvenientes.
     Los primeros días fueron difíciles, ello, implicó adaptarme a nuevas circunstancias; tener piedras a un lado mientras iba a defecar, para poder espantar a los puercos; bañarme a escondidas, comer jabalíes, armadillos, tlacuaches, y sólo ocasionalmente pollo, así como carne de marrano, únicamente si se celebraba alguna fiesta… ¡Tratar de enseñar en un grupo multigrado de 25 estudiantes!, labor, que compartía con otro instructor comunitario, ante la falta de disposición de maestros normalistas que, como es común, sitúan lejos de sus expectativas este tipo de contextos, dado que, si fuese su elección, preferirían trabajar a la vuelta de su casa. Ante las circunstancias que enfrentábamos, incluso pensamos en inventar algún problema para que fuésemos asignados a otra localidad más cercana, en condiciones menos adversas, ello, inducido por la incertidumbre, la inexperiencia, y, ¿por qué no decirlo?, el miedo…
     Todavía recuerdo las reuniones de padres de familia a las que asistían exclusivamente los varones, en tanto las mujeres se limitaban a mirar desde lo lejos mientras sostenían en sus cabezas pesadas cubetas llenas de agua. Los hombres, por su parte, como todos unos “valientes”, debatían sobre el futuro de los niños y niñas con las pistolas a la cintura, respaldando sus decisiones tras argumentos que exponían cual si fuesen irrebatibles, como aquella vez que aclararon que si habían desechado los libros de ciencias naturales, era porque no querían que sus hijos tuvieran clases donde se mostraran cuerpos desnudos, agregando contundentemente que no era apropiado “enseñar esas pendejadas”, además de que ni se nos ocurriera tocar el tema; posición, que me permitió entender por qué Azucena llegó un día a la escuela con el miedo alojado en el rostro, a punto de perder la cordura, debido al temor de que su padre la matara porque según ella estaba embarazada, ¿la causa de su desgracia? Tiburcio le había tocado la mano… ¡Cómo olvidar esos nombres que cada año escolar veo reflejados en otros ojos!
     En medio de las circunstancias descritas, durante los primeros años de mi experiencia como profesor, creo que tanto mi compañero Rolando desertor de la licenciatura en ciencias de la comunicación, como yo, establecimos el compromiso de aguantar. Acuerdo, que en noches de lluvia como ésta aún evoco y me parece que acabara de suceder… sin embargo, hubo un acontecimiento que tuvo especial relevancia, misma que ha trascendido el paso del tiempo, dado que lo tengo presente cada vez que reflexiono acerca de cómo llegué a ser maestro:
     Eran las últimas lluvias; Rolando y yo ya nos habíamos resignado, ¡ni modo!, esa noche no cenaríamos. El agua caía torrencialmente desde antes de llegar a Las Pascuas, comunidad cercana a la nuestra, de la cual provenían algunos de los niños y niñas a quienes dábamos clases. La noche, repentinamente se veía iluminada por los relámpagos, mismos que parecían tan cercanos que daba la impresión de que en cualquier momento podríamos tocarlos, no así a las estrellas, que miedosas debido a esas condiciones inclementes, se escondieron. De pronto, en medio de aquel diluvio alcanzamos a ver “algo” que corría entre las sombras. Para ser honestos, coincidimos en que tal vez era un duende que había descendido desde el cielo en un rayo, únicamente para asustarnos…
     Entonces, el ruido de la tranca que se abría cortó el hilo de nuestras especulaciones y le dio paso a él, mi alumno de primer grado, de quien sus apellidos se han esfumado de mi memoria con el transcurrir de los años, pero su nombre, dudo que algún día se vaya: ¡era Ángel!, quien muerto de miedo, con un llanto que se confundía con la lluvia que escurría por su rostro, llegó hasta la escuela llevando consigo café, frijoles y tortillas calientes, preciado tesoro que había resguardado con su propio cuerpo. Preocupado, le pregunté: “¿Por qué estás aquí? ¿Acaso no viste que iba a llover?” Ante mis interrogantes, con voz entrecortada me dijo: “…es que ustedes son los maestros, y ni modo que se quedaran sin cenar”. Entonces, el agua de lluvia también bañó mi rostro, a pesar de no haber estado a la intemperie, como sucede hoy, mientras escribo estas líneas…
     Nunca alguien se había preocupado por mí, y ahora él, ese Ángel que era un demonio por sus incontables travesuras, me concedía un valor por el trabajo que realizaba. Ello me hizo sentir especial. Por ese gesto de aprecio, fue que decidí concluir no solamente aquel ciclo escolar 1996-1997, en esa localidad a la que jamás he vuelto, sino también enamorarme de lo que soy…
     Quise ser maestro, no por carecer de otra opción, sino porque a los dieciocho años comprendí la importancia de comprometerme con lo que hacía, impulsado por las ganas de mostrar que los seres humanos somos quienes forjamos nuestra vida, ello, se convirtió en un camino que empecé a andar entre aciertos y tropiezos, mismo que no ha sido fácil, pero, ¿qué caso tendría que lo fuera? Hoy, tras concluir ocho años como licenciado en educación primaria, me doy cuenta que ningún esfuerzo ni logro es suficiente, siempre necesito continuar esmerándome por ser mejor, durante el tiempo que dure esta fantástica aventura de Ser Maestro.

El sentido de mi profesión docente

Ma. Candelaria Vargas Quiroz
Esta mañana, desde un pequeño agujero entre las tejas del techo de mi casa, un delgado, cálido y brillante rayo de sol llegó hasta mi cara y me despertó. En ese momento también sentí cómo el aire entró por mi ventana, rozó mis mejillas, enfrió mis brazos y me hizo estornudar. Desperté por fin: mi día había iniciado. Lavé mi cuerpo con agua caliente, porque no quería agudizar mi tos, bebí un poco de café, tomé mis libros, salí de casa y me dirigí hacia la Escuela Normal Regional de Tierra Caliente (ENRETIC). Ahí, adonde asisto cada fin de semana desde hace quince meses y me preparo profesionalmente para obtener el grado de Maestra en Educación, en competencias profesionales para la docencia.
     Saludos, abrazos, reencuentro entre compañeros, historias que contar, nuevas noticias; todos queríamos comentar acerca de nuestros días de vacaciones. Transcurridos los minutos, los asesores llegaron, y nos hicieron “regresar” a nuestras aulas y a nuestros inicios como docentes. Recordamos el largo, o en unos casos, corto camino recorrido, mediante una interrogante que para la mayoría resultó un poco complicada de responder: ¿Cuál es el sentido de mi profesión? Inevitablemente, recordé aquellos días en que iniciaba mi formación docente en la Escuela Normal, mis primeras desveladas realizando tareas y la insistente pregunta por parte de los maestros, del por qué quería ser maestra, a lo que en ese entonces respondía: “porque debo tener una profesión”, “porque es más cómodo para mis padres y para mí asistir a una Escuela Normal, cerca de mi casa”, “porque es un empleo seguro y sencillo”.  Esas eran las verdades que me movían, y me llevaban cada día hasta el salón de clases.
     Hoy me encuentro aquí, nuevamente en la ENRETIC, compartiendo con veintidós colegas, aprendizajes y experiencias que aplicaremos en nuestra práctica a fin de mejorarla, pero, ¿en qué momento dejé de pensar en mi profesión como un simple empleo? Tal vez mi memoria me engaña al evocar una explicación errónea, pero mi alma no podrá mentirme. ¿Qué es lo que siento cuando veo que mis alumnos han aprendido a recortar, a contar, a saludar todos los días y a despedirse?, ¿qué emociones acuden a mí al verlos ayudarse mutuamente, inventar un cuento, llevar un recado, corregir a sus propios padres y hermanos porque han pronunciado mal una palabra, han dicho un disparate o han mostrado una actitud  equivocada? Es en ese momento cuando mi ser se alegra, y en verdad me siento importante para los demás, reconozco que hay alguien que necesita de mí y que, como docente, tengo la capacidad de apoyar a ese niño o niña, para que se descubra a sí mismo, sepa cómo ser autónomo, conozca de qué manera comunicarse para expresar sus necesidades, tenga conciencia de su propio cuerpo, se familiarice con su entorno, conviva armónicamente con los otros y piense que le corresponde aportar algo a su sociedad. Esto es lo que me emociona al momento de realizar mi práctica docente, así como convivir con los niños fuera de la escuela, en aquellas tardes en que salgo a practicar deporte en la cancha del pueblo, me encuentro con ellos y comienzo a jugar. En esos momentos platicamos de sus actividades diarias, los miro jugar, en tanto conducen a sus hermanos pequeños de la mano, diciendo: “él no sabe porque está chiquito”. Es entonces cuando veo que mis alumnos crecen y aprenden, incluso cuando a simple vista estos procesos son invisibles. Es donde me doy cuenta que realmente existo como persona y como docente, porque mi trabajo cotidiano influye en los demás, positiva o negativamente. Pero, no sólo en la práctica encontré el sentido a mi profesión, sino cada día al aprender tantas cosas de mis padres, cosas que, de haberlas olvidado, no sería lo que soy ahora. Ellos, siempre con el gran deseo de que sus hijos fueran los mejores, dedicaban su tiempo a enseñarnos valores, modales y oficios que hoy constituyen nuestra esencia. Son los padres los primeros enseñantes, quienes influyen en la vida de las personas. Sin duda también hay otros más quienes, aún sin ser docentes, se convierten en nuestros maestros al guiarnos hacia el aprendizaje. Profesores, padres y amigos, siempre se aprende de ellos pues como humanos tenemos la necesidad de relacionarnos para desarrollar las capacidades innatas y adquirir otras nuevas, que nos sirvan para adaptarnos al contexto donde crecemos, por lo tanto, ¿de quién aprenderemos si no es de nosotros mismos y de nuestros semejantes?, ¿qué razón tendría ser humanos si no compartiéramos mutuamente? ¿Qué sentido tendría el sol si únicamente sirviera para avisarnos que llegó un nuevo día?, ¿qué sentido tendría el agua si no nos diera vida, y el aire, si sólo sirviera para despertarnos en las mañanas porque golpeó una ventana? Existen y son importantes porque necesitamos de ellos. Un maestro no puede ser sol, no puede ser agua ni aire pero existe y permanece porque otros hombres y mujeres le necesitan para crecer, como esa planta precisa del agua, del sol, suelo y aire, para vivir.     

domingo, 8 de mayo de 2011

Un estudiante más

Claudia Janahí García Salgado
El siguiente texto surgió como un trabajo de observación más, que mi maestro me había puesto como tarea pero, ¡quién iba a decir que se convertiría en uno de mis escritos preferidos! En él utilicé la imaginación, una de las mejores formas de iniciar la indagación sobre el mundo exterior e interior de los adolescentes de la Escuela Secundaria, lleno de misterios difíciles de descubrir. El resultado me dio tanta alegría, que mi corazón palpita aceleradamente cada vez que lo vuelvo a leer, dejando en mí una de las mayores satisfacciones en la vida, pues fue producto de mis primeras experiencias como futura docente:
     Estaba en el salón de clases de primer grado, en el turno vespertino, cuando pude observar cerca de mí a un adolescente inquieto; su mochila estaba muy descuidada, pues era evidente que la trataba como él se comportaba, muy mal. Entonces centré mi atención en su persona y comencé a imaginar…
     Seguramente su mamá no le llama la atención porque debe ser un ama de casa muy ocupada. Tal vez, el chico se comporta así porque su papá no vive con su mamá, sus hermanos y él. Como estudia por la tarde, seguramente al llegar a casa avienta su mochila en la cama de su cuarto, que está muy desordenado, por cierto, y se sale a jugar futbol a la calle. Regresa a su hogar como a las diez de la noche, cansado y empapado de sudor. Al entrar, puede ver que su mamá se encuentra muy molesta porque llegó demasiado tarde, mientras sus hermanos disfrutan de una rica cena. Él se pone de malas por los regaños de su mamá y decide no cenar. En vez de eso se encierra a ver la tele en su habitación, llena de misterios, telarañas, y una que otra pelusa pegada en las esquinas. Ahí pasa el tiempo, pensando en su amorcito que ve todas las tardes en la secundaria. Esa niña inquieta, morenita y de pelo negro, que le roba su mirada, a quien no pierde la oportunidad de abrazar y hacerle saber el cariño que siente por ella. Pensando en esto se queda profundamente dormido. Entre sueños puede escuchar cómo su mamá levanta los trastes de la cena. Por la mañana, continúa dormido hasta tarde, ¡son casi las diez! Para entonces, su mamá ya llevó a sus hermanos a la escuela, barrió la calle, hizo el aseo de la casa y preparó el desayuno, así que se dispone a despertarlo y preguntarle si no le dejaron tarea o si no la piensa hacer. Con voz somnolienta, él contesta que en unos momentos, pero el tiempo por las mañanas pasa tan rápidamente que apenas alcanza a desayunar. Al mediodía ya está casi listo para entrar al baño y darse una ducha, a fin de soportar el tormentoso calor que hay por la tarde. Media hora después se encuentra bañado y arreglado para ir a la secundaria. Su mamá ya le tiene listo sobre la mesa de la cocina, dinero para que compre de comer en la escuela. Él toma aquella mochila sucia pero llena de ilusiones, agarra el dinero y con un fuerte grito le dice a su mamá, ¡ya me voy! Al llegar a la esquina de su casa aborda la combi que lo llevará directamente a la puerta de la secundaria, donde tendrá un nuevo día de aventura, seguramente con uno que otro reporte, cortesía de sus maestros, que en realidad casi nada saben de su vida. Para ellos, él sólo es… un estudiante más.