Ma. Candelaria Vargas Quiroz
Esta mañana, desde un pequeño agujero entre las tejas del techo de mi casa, un delgado, cálido y brillante rayo de sol llegó hasta mi cara y me despertó. En ese momento también sentí cómo el aire entró por mi ventana, rozó mis mejillas, enfrió mis brazos y me hizo estornudar. Desperté por fin: mi día había iniciado. Lavé mi cuerpo con agua caliente, porque no quería agudizar mi tos, bebí un poco de café, tomé mis libros, salí de casa y me dirigí hacia la Escuela Normal Regional de Tierra Caliente (ENRETIC). Ahí, adonde asisto cada fin de semana desde hace quince meses y me preparo profesionalmente para obtener el grado de Maestra en Educación, en competencias profesionales para la docencia.
Saludos, abrazos, reencuentro entre compañeros, historias que contar, nuevas noticias; todos queríamos comentar acerca de nuestros días de vacaciones. Transcurridos los minutos, los asesores llegaron, y nos hicieron “regresar” a nuestras aulas y a nuestros inicios como docentes. Recordamos el largo, o en unos casos, corto camino recorrido, mediante una interrogante que para la mayoría resultó un poco complicada de responder: ¿Cuál es el sentido de mi profesión? Inevitablemente, recordé aquellos días en que iniciaba mi formación docente en la Escuela Normal, mis primeras desveladas realizando tareas y la insistente pregunta por parte de los maestros, del por qué quería ser maestra, a lo que en ese entonces respondía: “porque debo tener una profesión”, “porque es más cómodo para mis padres y para mí asistir a una Escuela Normal, cerca de mi casa”, “porque es un empleo seguro y sencillo”. Esas eran las verdades que me movían, y me llevaban cada día hasta el salón de clases.
Hoy me encuentro aquí, nuevamente en la ENRETIC, compartiendo con veintidós colegas, aprendizajes y experiencias que aplicaremos en nuestra práctica a fin de mejorarla, pero, ¿en qué momento dejé de pensar en mi profesión como un simple empleo? Tal vez mi memoria me engaña al evocar una explicación errónea, pero mi alma no podrá mentirme. ¿Qué es lo que siento cuando veo que mis alumnos han aprendido a recortar, a contar, a saludar todos los días y a despedirse?, ¿qué emociones acuden a mí al verlos ayudarse mutuamente, inventar un cuento, llevar un recado, corregir a sus propios padres y hermanos porque han pronunciado mal una palabra, han dicho un disparate o han mostrado una actitud equivocada? Es en ese momento cuando mi ser se alegra, y en verdad me siento importante para los demás, reconozco que hay alguien que necesita de mí y que, como docente, tengo la capacidad de apoyar a ese niño o niña, para que se descubra a sí mismo, sepa cómo ser autónomo, conozca de qué manera comunicarse para expresar sus necesidades, tenga conciencia de su propio cuerpo, se familiarice con su entorno, conviva armónicamente con los otros y piense que le corresponde aportar algo a su sociedad. Esto es lo que me emociona al momento de realizar mi práctica docente, así como convivir con los niños fuera de la escuela, en aquellas tardes en que salgo a practicar deporte en la cancha del pueblo, me encuentro con ellos y comienzo a jugar. En esos momentos platicamos de sus actividades diarias, los miro jugar, en tanto conducen a sus hermanos pequeños de la mano, diciendo: “él no sabe porque está chiquito”. Es entonces cuando veo que mis alumnos crecen y aprenden, incluso cuando a simple vista estos procesos son invisibles. Es donde me doy cuenta que realmente existo como persona y como docente, porque mi trabajo cotidiano influye en los demás, positiva o negativamente. Pero, no sólo en la práctica encontré el sentido a mi profesión, sino cada día al aprender tantas cosas de mis padres, cosas que, de haberlas olvidado, no sería lo que soy ahora. Ellos, siempre con el gran deseo de que sus hijos fueran los mejores, dedicaban su tiempo a enseñarnos valores, modales y oficios que hoy constituyen nuestra esencia. Son los padres los primeros enseñantes, quienes influyen en la vida de las personas. Sin duda también hay otros más quienes, aún sin ser docentes, se convierten en nuestros maestros al guiarnos hacia el aprendizaje. Profesores, padres y amigos, siempre se aprende de ellos pues como humanos tenemos la necesidad de relacionarnos para desarrollar las capacidades innatas y adquirir otras nuevas, que nos sirvan para adaptarnos al contexto donde crecemos, por lo tanto, ¿de quién aprenderemos si no es de nosotros mismos y de nuestros semejantes?, ¿qué razón tendría ser humanos si no compartiéramos mutuamente? ¿Qué sentido tendría el sol si únicamente sirviera para avisarnos que llegó un nuevo día?, ¿qué sentido tendría el agua si no nos diera vida, y el aire, si sólo sirviera para despertarnos en las mañanas porque golpeó una ventana? Existen y son importantes porque necesitamos de ellos. Un maestro no puede ser sol, no puede ser agua ni aire pero existe y permanece porque otros hombres y mujeres le necesitan para crecer, como esa planta precisa del agua, del sol, suelo y aire, para vivir.
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