Azael Camiña
Dedicado a esos niños que me llevan de la mano para aprender,
mientras les enseño a escribir sus sueños.
Mil novecientos noventa y seis. Traté de levantarme en medio de la oscuridad; al intentar encender la luz de la habitación, el tacto áspero y frío de la pared de piedra me confirmó que no era un mal sueño. Se trataba de la cruda realidad, misma, que también padecía en el cansancio de mis piernas, que no me permitía olvidar la caminata realizada horas antes a través de la sierra de la región centro del estado de Guerrero. Acababa de iniciar mi servicio en el CONAFE (Consejo Nacional de Fomento Educativo). Me habían asignado a la comunidad de San Vicente Norte, municipio de Heliodoro Castillo. Aquella era la primera vez que salía de casa, sin embargo, la necesidad y las ganas de continuar estudiando me hicieron tomar esa decisión que me marcaría para siempre…
No puedo decir que aquella experiencia fuera grata en un inicio, muestra de ello es que por ser hombre nunca me fueron a recoger en “bestia”, por tanto, tenía que caminar más de cuatro horas en medio del cerro, con todo y las dificultades que la naturaleza me deparaba: encontrarme con tilcuates, lo mismo que beber del único ojo de agua que había en el camino, por lo que muchas veces ingerí el vital líquido mezclado con orín de las vacas, entre otras situaciones que viví en aquellos escenarios, mudos testigos de mis momentos de desesperanza, cuando deseé “tirar la toalla” y así desistir de aquella osadía de ser maestro, no obstante, tanto mi necesidad como mis ganas eran mayores que los inconvenientes.
Los primeros días fueron difíciles, ello, implicó adaptarme a nuevas circunstancias; tener piedras a un lado mientras iba a defecar, para poder espantar a los puercos; bañarme a escondidas, comer jabalíes, armadillos, tlacuaches, y sólo ocasionalmente pollo, así como carne de marrano, únicamente si se celebraba alguna fiesta… ¡Tratar de enseñar en un grupo multigrado de 25 estudiantes!, labor, que compartía con otro instructor comunitario, ante la falta de disposición de maestros normalistas que, como es común, sitúan lejos de sus expectativas este tipo de contextos, dado que, si fuese su elección, preferirían trabajar a la vuelta de su casa. Ante las circunstancias que enfrentábamos, incluso pensamos en inventar algún problema para que fuésemos asignados a otra localidad más cercana, en condiciones menos adversas, ello, inducido por la incertidumbre, la inexperiencia, y, ¿por qué no decirlo?, el miedo…
Todavía recuerdo las reuniones de padres de familia a las que asistían exclusivamente los varones, en tanto las mujeres se limitaban a mirar desde lo lejos mientras sostenían en sus cabezas pesadas cubetas llenas de agua. Los hombres, por su parte, como todos unos “valientes”, debatían sobre el futuro de los niños y niñas con las pistolas a la cintura, respaldando sus decisiones tras argumentos que exponían cual si fuesen irrebatibles, como aquella vez que aclararon que si habían desechado los libros de ciencias naturales, era porque no querían que sus hijos tuvieran clases donde se mostraran cuerpos desnudos, agregando contundentemente que no era apropiado “enseñar esas pendejadas”, además de que ni se nos ocurriera tocar el tema; posición, que me permitió entender por qué Azucena llegó un día a la escuela con el miedo alojado en el rostro, a punto de perder la cordura, debido al temor de que su padre la matara porque según ella estaba embarazada, ¿la causa de su desgracia? Tiburcio le había tocado la mano… ¡Cómo olvidar esos nombres que cada año escolar veo reflejados en otros ojos!
En medio de las circunstancias descritas, durante los primeros años de mi experiencia como profesor, creo que tanto mi compañero Rolando –desertor de la licenciatura en ciencias de la comunicación–, como yo, establecimos el compromiso de aguantar. Acuerdo, que en noches de lluvia como ésta aún evoco y me parece que acabara de suceder… sin embargo, hubo un acontecimiento que tuvo especial relevancia, misma que ha trascendido el paso del tiempo, dado que lo tengo presente cada vez que reflexiono acerca de cómo llegué a ser maestro:
Eran las últimas lluvias; Rolando y yo ya nos habíamos resignado, ¡ni modo!, esa noche no cenaríamos. El agua caía torrencialmente desde antes de llegar a Las Pascuas, comunidad cercana a la nuestra, de la cual provenían algunos de los niños y niñas a quienes dábamos clases. La noche, repentinamente se veía iluminada por los relámpagos, mismos que parecían tan cercanos que daba la impresión de que en cualquier momento podríamos tocarlos, no así a las estrellas, que miedosas debido a esas condiciones inclementes, se escondieron. De pronto, en medio de aquel diluvio alcanzamos a ver “algo” que corría entre las sombras. Para ser honestos, coincidimos en que tal vez era un duende que había descendido desde el cielo en un rayo, únicamente para asustarnos…
Entonces, el ruido de la tranca que se abría cortó el hilo de nuestras especulaciones y le dio paso a él, mi alumno de primer grado, de quien sus apellidos se han esfumado de mi memoria con el transcurrir de los años, pero su nombre, dudo que algún día se vaya: ¡era Ángel!, quien muerto de miedo, con un llanto que se confundía con la lluvia que escurría por su rostro, llegó hasta la escuela llevando consigo café, frijoles y tortillas calientes, preciado tesoro que había resguardado con su propio cuerpo. Preocupado, le pregunté: “¿Por qué estás aquí? ¿Acaso no viste que iba a llover?” Ante mis interrogantes, con voz entrecortada me dijo: “…es que ustedes son los maestros, y ni modo que se quedaran sin cenar”. Entonces, el agua de lluvia también bañó mi rostro, a pesar de no haber estado a la intemperie, como sucede hoy, mientras escribo estas líneas…
Nunca alguien se había preocupado por mí, y ahora él, ese Ángel que era un demonio por sus incontables travesuras, me concedía un valor por el trabajo que realizaba. Ello me hizo sentir especial. Por ese gesto de aprecio, fue que decidí concluir no solamente aquel ciclo escolar 1996-1997, en esa localidad a la que jamás he vuelto, sino también enamorarme de lo que soy…
Quise ser maestro, no por carecer de otra opción, sino porque a los dieciocho años comprendí la importancia de comprometerme con lo que hacía, impulsado por las ganas de mostrar que los seres humanos somos quienes forjamos nuestra vida, ello, se convirtió en un camino que empecé a andar entre aciertos y tropiezos, mismo que no ha sido fácil, pero, ¿qué caso tendría que lo fuera? Hoy, tras concluir ocho años como licenciado en educación primaria, me doy cuenta que ningún esfuerzo ni logro es suficiente, siempre necesito continuar esmerándome por ser mejor, durante el tiempo que dure esta fantástica aventura de Ser Maestro.